La inercia natural de la vida a la transformación chocaba contra mi resistencia mental, aunque no hubiese nada que pudiera controlar. El cambio que se hacía más perceptible era el rastro del tiempo en mi rostro y era lo que más me preocupaba. Más que el envejecimiento de lo que no veía, riñones, pulmones, estómago, corazón y demás, eran los de la piel y los que dibujan la expresión los que más me costaba aceptar. Por eso cuando me miraba al espejo miraba hacia adentro, hacia la imagen que me había creado de mí mismo, un poco más esbelta que la realidad, con un poquito más de belleza, si eso pudiera ser mesurable.
‘La belleza es relativa, hijo’, me calmaba la voz de los tópicos, pero siempre me había afectado desproporcionadamente la atención de los demás, creía que si me miraban existía y lucía. Pero claro la teoría, la construcción mental, me animaba a pensar que eso sólo era la gratificación de los impulsos primarios, la respuesta instantánea sin la mediación de las virtudes, más difíciles de demostrar porque son valores que no se ven a simple vista.
Y el filósofo teórico o el farmacéutico que hay en mí terminaba concluyendo: ‘La belleza de una sonrisa, sin que tenga que mediar algún esfuerzo, hasta puede abrir puertas pero al final lo que cuenta es la personalidad, donde la belleza cobra su verdadero significado. La belleza es inmaterial, es personalidad, sensaciones, maniobras mentales, disposiciones, buenas vibraciones, aunque sus efectos pueden producir corrientes químicas, fórmulas del placer, una mezcla de compuestos que sí se modulan en lo material pero que no son captados a simple vista. La armonía de esta clase de belleza es un flash involuntario del corazón que dejará huella durante más tiempo'.
13/12/14
26/11/14
La pelirroja
Una noche tuve un sueño en el que conocí a una bellísima
muchacha pelirroja de ojos verdes. Podía distinguir perfectamente sus curvas
pero no su cara que aparecía difuminada. No sabía cómo había llegado a
conquistarla pero estábamos juntos en un sofá y nos besábamos entre risas y
arrumacos. La química nos aislaba de todo y el tiempo se nos escapaba entre las
manos como granos de arena. Por fin una chica que me hacía reír, que me hacía
sentir cómodo y relajado. Ella dominaba la situación, acercaba sus labios a mis
oídos para susurrarme con dulzura que me deseaba y yo me dejaba llevar por la
corriente, olvidándome del esfuerzo agotador de querer gustar a toda costa y de
temer el rechazo.
En la libertad de la neblina onírica, totalmente ausentes los pudores y complejos, charlábamos animosamente explorándonos nuestros cuerpos. Funcionaba tan bien aquella química que nos elevaba sobre una música celestial, envolviéndonos en una especie de nirvana. Me hubiera llevado una eternidad mirándola. La abracé pero, justo antes de intentar besar sus labios, mi princesa se convirtió en humo, quizá por una de esas piruetas abstractas a la que te arrastran las nubes del inconsciente.
Salí a la calle y corrí por callejones llenos de lodo y basura, maldiciéndome porque había perdido a la amante perfecta. Era urgente recuperar aquella felicidad soñada pero sospechaba que todo iba a terminar sin un feliz reencuentro. Se terminaba el trayecto entre el sueño y la realidad, el tiempo se me echaba encima porque la claridad empezaba a elevarse en la pared de mi habitación. Cuando la mañana terminó por filtrarse a través de la persiana me desperté sudando sin haber podido escapar de aquella frustración. Me dolían las piernas. Me dio tanta rabia que hice el esfuerzo de volver a caer dormido para intentar recuperarla más allá en la penumbra de los sueños.
Otra vez en los brazos de Morfeo, en la niebla confusa del inconsciente, pude doblegar mi voluntad y caminé con decisión en una ciudad desconocida, callejeé hasta que me topé con un misterioso cementerio de coches. Y allí estaba, entre despojos metálicos, llorando por mi ausencia. Intenté besarla de nuevo pero mis labios traspasaron la superficie de los suyos porque aquello sólo era una ilusión. Aquella belleza de mujer era inalcanzable, pertenecía a la imaginación pero desde allí, con una voz dulce, me dijo que no perdiera la esperanza; me estaría esperando y me amaría desde la distancia inalcanzable de los sueños.
En la libertad de la neblina onírica, totalmente ausentes los pudores y complejos, charlábamos animosamente explorándonos nuestros cuerpos. Funcionaba tan bien aquella química que nos elevaba sobre una música celestial, envolviéndonos en una especie de nirvana. Me hubiera llevado una eternidad mirándola. La abracé pero, justo antes de intentar besar sus labios, mi princesa se convirtió en humo, quizá por una de esas piruetas abstractas a la que te arrastran las nubes del inconsciente.
Salí a la calle y corrí por callejones llenos de lodo y basura, maldiciéndome porque había perdido a la amante perfecta. Era urgente recuperar aquella felicidad soñada pero sospechaba que todo iba a terminar sin un feliz reencuentro. Se terminaba el trayecto entre el sueño y la realidad, el tiempo se me echaba encima porque la claridad empezaba a elevarse en la pared de mi habitación. Cuando la mañana terminó por filtrarse a través de la persiana me desperté sudando sin haber podido escapar de aquella frustración. Me dolían las piernas. Me dio tanta rabia que hice el esfuerzo de volver a caer dormido para intentar recuperarla más allá en la penumbra de los sueños.
Otra vez en los brazos de Morfeo, en la niebla confusa del inconsciente, pude doblegar mi voluntad y caminé con decisión en una ciudad desconocida, callejeé hasta que me topé con un misterioso cementerio de coches. Y allí estaba, entre despojos metálicos, llorando por mi ausencia. Intenté besarla de nuevo pero mis labios traspasaron la superficie de los suyos porque aquello sólo era una ilusión. Aquella belleza de mujer era inalcanzable, pertenecía a la imaginación pero desde allí, con una voz dulce, me dijo que no perdiera la esperanza; me estaría esperando y me amaría desde la distancia inalcanzable de los sueños.
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