13/12/14

El hombre ante el espejo

La inercia natural de la vida a la transformación chocaba contra mi resistencia mental, aunque no hubiese nada que pudiera controlar. El cambio que se hacía más perceptible era el rastro del tiempo en mi rostro y era lo que más me preocupaba. Más que el envejecimiento de lo que no veía, riñones, pulmones, estómago, corazón y demás, eran los de la piel y los que dibujan la expresión los que más me costaba aceptar. Por eso cuando me miraba al espejo miraba hacia adentro, hacia la imagen que me había creado de mí mismo, un poco más esbelta que la realidad, con un poquito más de belleza, si eso pudiera ser mesurable.

‘La belleza es relativa, hijo’,  me calmaba la voz de los tópicos, pero siempre me había afectado desproporcionadamente la atención de los demás, creía que si me miraban existía y lucía. Pero claro la teoría, la construcción mental, me animaba a pensar que eso sólo era la gratificación de los impulsos primarios, la respuesta instantánea sin la mediación de las virtudes, más difíciles de demostrar porque son valores que no se ven a simple vista.

Y el filósofo teórico o el farmacéutico que hay en mí terminaba concluyendo: ‘La belleza de una sonrisa, sin que tenga que mediar algún esfuerzo, hasta puede abrir puertas pero al final lo que cuenta es la personalidad, donde la belleza cobra su verdadero significado. La belleza es inmaterial, es personalidad, sensaciones, maniobras mentales, disposiciones, buenas vibraciones, aunque sus efectos pueden producir corrientes químicas, fórmulas del placer, una mezcla de compuestos que sí se modulan en lo material pero que no son captados a simple vista. La armonía de esta clase de belleza es un flash involuntario del corazón que dejará huella durante más tiempo'.