Aquella noche soñé que viajaba a la luna. Por la escotilla observaba
como me dirigía a un manto estrellado que dejaba sin palabras. ¡Oh, qué
maravilloso viajar al espacio profundo para olvidar todas las preocupaciones, pero
qué pequeña emoción comparada con la del universo en expansión! No había
sonido, sólo un profundo silencio y entonces, con una sonrisa, pude apreciar mi
voz interior confesándome que Venus era la esencia de mi inspiración serena, la
gravedad que me sostenía a dos palmos de la Tierra, la energía que me hacía levitar,
la emoción transformada en impulso. De su mano tenía que avanzar para encontrar
el camino de la evolución. Me quedé alucinado cuando me di cuenta de que podía
brincar sobre las bellas colinas de un desierto blanco infinito. La luna era
paz interior y polvo gris pero, a fin de cuentas, sólo brillaba con la
aportación de la luz del Sol. Aún así se respiraba una paz proverbial, allí
podría encontrar la serena tranquilidad del alma antes de volver a la Tierra.
Empecé a saltar para desplazarme más rápido y cuál fue mi sorpresa cuando
redoblé mi impulso con un pequeño esfuerzo y pude alcanzar una altura de veinte
metros como si pesara menos que un papel de fumar. Y grité: ‘¡Waoooo! Jajjajaja,
soy libreeee, yujuuu! Y al llegar a la cima de un enorme cráter apareció
nuestro inmenso y bello planeta azulado en el horizonte ¡Ahí va, mira aquello, puedo
alcanzar la Tierra a un golpe de tacón, sólo tengo que dejarme caer para
despertarme! ¿Volveré?’.