Los truenos crecían en intensidad, parecía que se nos venía
el mundo encima, así que nos tumbamos y nos acurrucamos en la tibieza corporal.
Agarramos la botella de vodka; un chupito por cada trueno, una canción infantil
para cada relámpago. Entre risas nos revolvíamos reunidos en una cama, buscando
el encaje cósmico adecuado entre piernas y brazos, mientras oíamos el somier
quejarse por nuestro peso sumado: la presión de fundirnos, pues cada vez
teníamos menos tiempo para pensar y menos canciones en la memoria.