Amor, quién te ensalza ahora. Tu voz me hipnotizaba, tus ojos
me miraban cuando hablabas elevando mi corazón al cielo. Pero llegó el olvido y
me fui a descansar sobre una tumba mis delirios de don Juan. Confundido por la fortaleza
de mi orgullo, reflexioné y lo que creía historia apareció como alucinación. Aquel
jarro de agua fría paralizó la gallardía de mis pasos decididos, que tus miradas
y atenciones mágicas fomentaban.
Deliraba sobre una lápida gris, pero una voz dulce y
poderosa se abrió paso entre la densa niebla y su suave música hizo callar a unos
cuervos, que me observaban esperando que el opio del abandono me venciera. La
caricia del sonido de su voz humedeció mis ojos. Los abrí creyendo que mis párpados
volverían a caer como piedras. Creía que sólo el brillo perdido podría resucitarme,
aquel del que caí encaprichado. Creía que nadie podría reincorporarme de
aquella losa fría que estaba congelando mi corazón.
Como una aparición fantasmal una misteriosa luz se acercó y
tendiéndome una mano nívea me ofreció una voz mágica que exclamó: — ¡Te encontré!
—. Los cuervos alzaron el vuelo malhumorados por aquella alegría repentina, y
al despegar el pecho de la fría lápida mi corazón recuperó tibieza. — ¿Quién
eres?— susurré. — Soy y punto. ¡Levántate y camina!—. Sus ojos brillantes
parpadearon al sonreír y con una caricia sostuvo mi barbilla, levantándome hasta
besar mis labios.
Cogiéndome de la mano me apartó del nicho oscuro y me
ofreció un cigarro; que acepté con los ojos humedecidos. Lo encendí, respiré
una profunda calada. Sonreíste de nuevo y, aspirando el humo que exhalé, desapareciste
en la profundidad de mi mente incrédula. Miré a mí alrededor; me encogí de
hombros, me froté los ojos para comprobarlo y reanudé el camino con renovada curiosidad,
aliviado ya del peso de la soledad.