Hay un punto en que llega la lucidez, generalmente puede ser
duro pero revelador. Cuando el mecanismo de control parecía garantizado y de
pronto se descubre que hay algunas cosas en las que uno se deja arrastrar, se
podría decir que uno se deja arrostrar. Qué bonita palabra que he encontrado en la
memoria. Tengo seguro un archivo oculto de palabras complicadas o elegantes
pero creo que en algún momento perdí la clave de entrada. En cualquier caso me sirvió de
algo leer. Había llegado a pensar que leer no sería catalizador del
conocimiento mayormente por desconfianza de la memoria. Nos obligaban a
estudiar memorizando, pero queríamos comprender. Ya se sabe, para ampliar la
cultura no todo es estudiar y retener. Pero parece que quedó algo en el caldo
de cultivo de los libros que cayeron en mis manos o que me atrajeron como un imán y la esperanza me dice que me servirá de algo haber leído tantos
libros.
Me gustaban los libros liberadores, pues los de texto no valían para salir del eco de las aulas. Desde luego no partí de cero a la hora de enfrentarme en la vida gracias a lo que leí de adolescente, entre otras cosas construí un amor romántico desmesuradamente potente, pero mi formación no sirvió para disipar el miedo de que, si faltaban habilidades prácticas, pudiese el espanto de la ruina dejarme desolado, como cualquier mendigo que regala poesías.
Decía, por retomar las riendas, que gracias a un toque del mundo de pronto uno se da cuenta de que se ha dejado arrastrar en una rutina y creyendo que se tenía todo controlado aparece la sospecha de que un vicio más te atenaza. Y es cuando una energía consolidada no tiene salida y empieza a palpitarte el ojo por las vueltas sin sentido que conlleva la reflexión. Cruje el cuello de estar absorto delante del ordenador y esto es un síntoma que acerca la sospecha, la terrible sospecha, de pensar que sería mejor volver a patear las calles, de pensar que había dejado de buscar… pero esa irresoluble incógnita de buscarse a uno mismo en la calle realmente no me había abandonado.
Me gustaban los libros liberadores, pues los de texto no valían para salir del eco de las aulas. Desde luego no partí de cero a la hora de enfrentarme en la vida gracias a lo que leí de adolescente, entre otras cosas construí un amor romántico desmesuradamente potente, pero mi formación no sirvió para disipar el miedo de que, si faltaban habilidades prácticas, pudiese el espanto de la ruina dejarme desolado, como cualquier mendigo que regala poesías.
Decía, por retomar las riendas, que gracias a un toque del mundo de pronto uno se da cuenta de que se ha dejado arrastrar en una rutina y creyendo que se tenía todo controlado aparece la sospecha de que un vicio más te atenaza. Y es cuando una energía consolidada no tiene salida y empieza a palpitarte el ojo por las vueltas sin sentido que conlleva la reflexión. Cruje el cuello de estar absorto delante del ordenador y esto es un síntoma que acerca la sospecha, la terrible sospecha, de pensar que sería mejor volver a patear las calles, de pensar que había dejado de buscar… pero esa irresoluble incógnita de buscarse a uno mismo en la calle realmente no me había abandonado.