Recoloco las caderas para amoldarme
al deseo absorbente. Y entonces pienso, ‘joder, siempre me estoy amoldando a
contracorriente’. Una vez que controlé el miedo, porque había empezado la
transformación, la ira me dio fuerza vital, me salió la cola de un escorpión y las
alas de un dragón. Monstruoso. Me dijeron que era imposible cambiar, pero había
encontrado la salida del laberinto y el principio del camino del guerrero que
tanto había estado evocando. Ya no había temor. Sentía un dragón entero dentro.
Hablaba y salía una lengua de fuego. Y cuando abría la boca escupía toda la
sabiduría de la cueva de las sombras y alumbraba rincones que nunca había
visto.
Confuso e inquieto por
aquella nueva energía, —metamorfosis dentro de una habitación, las raíces por
fin maduras—, conservé, sin embargo, el deseo de las mariposas por volar en una
calle en la que pesan los pies, los hombros y la cabeza. Salí renovado, pero en
cada muerte del ave fénix no hay manera de acabar con el programa metafísico de
la alta existencia, del ser verdadero, que parece que es más de lo que somos
pero que es lo llevamos dentro. Y entonces esa inercia inexplicable a la búsqueda
de la plenitud apareció de nuevo. En las cenizas permanece la memoria de volar
entonces.
Y después la voluntad, la ilusión, la esperanza como motor de la vida. Otra vez dando vueltas
sin destino claro en la rueda de un laboratorio; otra vez la necesidad de volar
sin saber de dónde viene ni a cuántos afecta. Y es cuando vuelves a la calle,
escondiendo las alas para no asustar a nadie. Quizás por este camino, quizás
mirando hacia dentro…
Y el dragón dice: "No des un paso más, patético romántico, mira hacia dentro
y perderás el tiempo ¿La esperanza? Ya has esperado suficiente. ¡Vuela.Quema el tiempo
con este fuego que te ofrezco. Arrasa sin temor!".
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