2/4/07

EL CLUB...

De todos los ambientes nocturnos que descubrí con nerviosismo elegí quedarme en uno de aire muy bohemio, El Club Habana Chica, un garito que estaba como apartado de la realidad y de la vigilancia de cualquier clase de autoridad. No había sido fácil dar con aquel sitio porque estaba en una de esas callejuelas que serpentean escondidas en el centro. El club sólo era un pequeño local reformado con paredes pintadas de colores chillones, pero se reunía allí un ambiente que le daba un toque muy especial, gente con inquietudes artísticas, gente filósofa. Pero sobretodo era un sitio ideal para fumar, como un centro de protesta pasiva donde se reunían viajantes, rebeldes pacíficos y todos los que fumaban en la ciudad y querían hacerlo con libertad en la calle. Extrañamente aquel refugio en el centro de la ciudad me transmitió seguridad y allí me quedé, aunque no sabía muy bien por qué me había enganchado un cutre-templo de aire hippie. En aquel club se hacían, además de complacer los pequeños vicios, pequeñas exposiciones de pintura y fotografía y algunos conciertos de la escasa música local independiente. Y por la música había llegado a aquel puerto. Una noche que andaba perdido haciendo eses llegaron a mis oídos las notas lejanas de un contrabajo. El eco de la música en directo fue como la flauta de Amelín porque me condujo como hipnotizado a aquella esquina iluminada entre tantas calles oscuras. Me paré de pronto, sin saber muy bien si debía acercarme. Sorprendía ver que la gente, como un imán, se arremolinaba en la puerta. Cuando me acerqué aquello me pareció como el portal de Belén, todo rodeado de ovejas negras echando humo y moviendo la cabeza rítmicamente al compás de la música que tocaban unos tíos con melena en un rincón del local. En la puerta había un cartel que rezaba: ‘Esta noche: cuarteto de cuerda Panolis Street Band. versión funky'. Sonaba muy bien y el ambiente era bastante agradable así que decidí pedirme una cerveza y hacerme un cigarrillo en la terraza urbana que formaban los coches aparcados en la acera. Cuando conseguí suspirar por el efecto de las primeras bocanadas pude observar con detalle la estampa del lugar y aquello me dio paz. La tenue luz amarillenta de las farolas le daban un ambiente acogedor a la pequeña plazita, que estaba flanqueada por señoriales casas de unos tres o cuatro siglos de antigüedad, una zapatería con el género de oferta, anunciado en los escaparates por grandes carteles amarillos, y unos contenedores de basura repletos de residuos de un pequeño mercado de abastos. Miré a la derecha y me sorprendió descubrir una preciosa iglesia de estilo mozárabe al fondo, que era el contrapunto lógico al vicio que se respiraba en el club. El pedo, la música y aquel ambiente me hizo sentir feliz porque ya había encontrado el lugar que estaba buscando, un rincón oculto en el que podía respirar libertad.

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