El joven corre tras una
lagartija, se cruza una imagen por su cabeza pero la borra porque no quiere ver
cómo la meterá en el tarro de cristal, todavía no. Todos los chicos cazan
bichos. A él los insectos le dan asco pero las lagartijas, salamandras, sapos y
ranas le gustan mucho. Todo lo que no sea crujiente y pequeño como para meterse
por un oído. El bicho verde comete un error y sube por una encalada pared como
para exhibir la belleza de su pequeña silueta. Disfruta de sus últimos momentos
de libertad porque después se tendrá que acostumbrar a una cúpula de cristal y
dos ojos almendrados gigantes que analizarán todos sus relieves, esas dos
sombras amenazadoras que le atemorizarán con una perturbadora curiosidad. Por
la noche coge a la salamandra y la saca del bote de mermelada para enseñarle
las estrellas que se ven en la entrada de su casa. Un muro de vegetación
frondosa lo separa del lago, donde las ranas croan sin cesar. En la escalera de
madera del portal se sienta con el dinosaurio enano de tacto rugoso que,
culebreante, intenta safarse del hilo que le ha atado a una pata para que no
sea un fugitivo fulgor verde de la memoria. Aunque examina la maravilla de
reptil que tiene como prisionero no puede adivinar la angustia que siente el
animal al no poder ir más allá de su esfuerzo ímprobo, cuando antes no tenía
límite, pero el chico comienza a descubrir que a todos nos tienen un poco
cogidos por un cordel metafórico a las noches plateadas. Y si no qué eran ésas
insistentes miradas al espacio profundo que sentía inalcanzable, qué eran esas
ganas de volar...
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