Con el sanbenito de aquellas
normas restrictivas cada vez sentía más la calle como mi hogar. Me
apunté al territorio de cualquier bar libre de prejuicios porque quería que me
dejaran hacer mi vida y quitarme de encima, también, toda aquella preocupación
nerviosa por el futuro. Tracé una línea, con un puerto o un destino para la
evasión de mis vicios rutinarios y pocas veces como aquella había deseado
propulsarme como un cohete.
Todavía había mucho territorio que investigar, más allá
de la frontera de las vías del tren que me aislaban, que aislaban nuestro
barrio. El centro de la ciudad, de mi ciudad, había sido siempre un misterio
para mí, acostumbrado a moverme dentro de los límites me frenaba en seco para
otear el horizonte sin atreverme a dar un paso más. Así que lo del hogar
prestado en cualquier bar humeante era un progreso, además con gente pululando,
me gustaran o no, acostumbrándome al roce, como una galaxia de planetas que
deben atemperarse con las diferentes energías gravitacionales.
Y todas aquellas
atracciones que sentía eran maravillosas, como un nuevo regalo de la
providencia, quería sentir todas aquellas energías traspasándome, modulándome,
rompiendo los candados de mi corazón…