Creía que se podía escribir automáticamente sin pensar,
soltar palabras para derramarme como un grifo abierto, a una velocidad que nace
la inspiración entre la lógica de los pensamientos y la confusión de los sentidos
pero hay freno. Por qué detenerse a pensar si el deseo es descubrir misterios
ni siquiera conocidos cuando funcionan como datos en una máquina de ceros y uno;
por qué no creer en la aparición espontánea de algo que fuera una invención, algo
fortuito entre esas cosas tan pesadas que son como engranajes del
comportamiento y que poco tienen que ver con la improvisación y el deseo. El
amor mismo, que está escrito en la memoria como un romance moribundo, ya no es
ni moderno, está pasado de moda, desfallece por momentos. Queda la chispa de la
piel que no se sabe si prenderá en un océano.
De todas formas, las ilusiones narradas también parecen
caducadas, porque después de toda la movida que nos contaron del amor, esa
parte que nos faltaba para completar la naranja entera, empezaron a contarnos
que la habíamos llevado dentro, siempre completa. Y entonces qué tonto me
siento, ¿para qué tanto tiempo huyendo o buscando? Ningún dios nos dividió en
dos, en sujeto y complemento, masculino o femenino; nada separó a seres que tenían
cuatro brazos, cuatro patas y dos sexos como no fuera el Hombre mismo…
Y de pronto empezaron a contarnos que no éramos ni dos ni
uno, sino muchos en uno, y yo ya no sé qué pensar desde que me enteré que no
hay que buscar amor fuera sino dentro, pues me siento como una isla, me siento
como un convento.
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