En estos
instantes se está escribiendo la escena en la que te veo aparecer con una luz
enfocando tus ojos que se dilatan y se abren a mi universo de la imaginación.
Estás en una esquina y me miras, desde el primer momento no soy invisible para
ti y al mirarme me haces incluso algo más especial que una persona corriente.
No hay duda, sonríes y sé que te he estado soñando porque tu cara me es
familiar. Debes haber estado en mis sueños como uno de esos personajes sin
rostro, presenciando el caos que se desarrollaba allí, asombrándote de lo que
era capaz de soñar. Y claro, estabas en el lío porque te he estado deseado
siempre sin conocer tu cara, sólo intuyendo tu soberbia figura. Eras tú porque
en esos momentos sonaban las trompetas celestiales como las escucho ahora
atreviéndome a mirarte fijamente.
Enciendo un
cigarro para difuminar mi miedo con el gesto viril que nos ha enseñado a todos
los hombres las películas de Hollywood y me protejo con el humo que me rodea y
que me eleva sobre mi precavido ser. Tus ojos siguen hipnotizándome, miro mis
zapatos que se mueven solos, que se deslizan sobre el oscuro y húmedo asfalto
pero levanto la vista, la cabeza erguida, el pecho henchido de orgullo por no
poder resistirme. Me demuestras que esa locura merece la pena porque no me voy
a estrellar y me animo, qué deliciosos gestos de predisposición hacia mí, tu
pierna adelantada marcando la meta de mis pasos. La humedad de la lluvia
reciente apartándose con la temperatura de la aproximación de nuestros mundos,
y es cuando un sentimiento de inercia me hace olvidar mi cuerpo que aluniza en
tu superficie. Nos abrazamos aunque somos unos desconocidos, el deseo acabará
con nuestros reparos, nos sentiremos libres para hablar por su boca a través de
nuestras manos.