Recuerdo que lo primero que hice la primera mañana en la
ciudad fue acercarme al mar como una tabla de salvación. Sentí una profunda
punzada de orgullo al pensar que había atravesado el Atlántico para tocar la
orilla del Pacífico. Recuerdo cómo me atrajo como un imán la primera línea del
mar hasta que me quedé absorto con el movimiento de las olas, hipnotizado por
el agua que avanzaba y retrocedía sobre la prensada y oscura arena. El placer
recorrió mi cuerpo admirando aquellas estelas cristalinas como espejos, que serpenteaban siempre
dentro de un límite sinuoso y sereno, muy diferente a la bravura de la
inmensidad del mar. Una lengua de agua salada bendiciendo a la ciudad
que le daba frescura y que te movía el alma. Agua clara, agua verde o azul frente
el gris del cemento. Aquella vista era una burbuja de susurros que sonaba como
un suave paraíso, sólo roto por el rumor de las olas lamiendo la orilla y por
las voces de las gaviotas marcando el compás en cada descenso. Era magnético
verlas rasgar el espejo de la superficie del mar para atrapar peces al vuelo,
quién pudiera. Luego estaban aquellas lanchas y motos acuáticas que eran un poco
el despertar de la ensoñación, porque rompían el tranquilo rumor del oleaje con
los sonidos de los motores y la impaciencia de los turistas. Como la campana y el
chirriar del cableado que me devolvieron al instante real, enmarcando los
recuerdos en el acelerado presente de los tranvías recorriendo la ruta de
superficie. Un presente reconfortante por la esperanza de comenzar, de nuevo, una
historia de cuerpos entrelazados y sábanas revueltas en la cama. Y yo pensando en el poder de la marea en tu piel. ¿Me
conduciría el roce electrizante del despertar a un romance apasionado? ¿Sería
posible a partir de una noche de verano? Cerraba los ojos e imaginaba tu piel
pegada a la mía y pasaba por mi cabeza todo lo que había recorrido para llegar
hasta ti: un océano inmenso de planes y promesas. No sabía muy bien si
anestesiar los recuerdos de aguas turbulentas del pasado, si eso sería un aliciente
para que el presente me sorprendiera saboreando la sal en la piel suave de tus
despertares, pero estaba seguro de querer zambullirme y dejarme arrastrar como una gaviota
hambrienta en tu profundo mar.
5 comentarios:
Precioso como siempre
Muchas gracias Ángel, esto me anima a seguir escribiendo. Un abrazo
El mar es hipnótico, sube y baja la marea, las olas mueren constantemente contra la orilla, la espuma se diluye en el agua y nos muestra con su grandeza lo insignificante que somos... Por eso, zambullirse en él significa dejarse arrastrar sin control. Ten cuidado con la resaca de las olas, que pueden llevarte a lo más profundo.
Un abrazo.
El mar es mágico, es renovador, es mejor que un ansiolítico y ya le estoy perdiendo miedo a las profundidades. Lo echo de menos.
Un abrazo Moisés
Pues el océano es grande... sólo tienes que buscar tu rincón y aprovechar que ya no te dan miedo esas profundidades.
Un abrazo.
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