Dioses solapados, candelas brillantes
que nos van guiando en un camino elegido por la mano más caprichosa, la mano
adecuada a la espada que he forjado en mi reino de Camelot. En el cruce con
soldados hambrientos fui mercenario del cariño porque quise que mi gloria, mi
estandarte, fuese el amor. Ése era mi tesoro, mi capital. Y por amor guié mis
pasos en cada instante. Nada de estrategias, nada de pasos perdidos, usé el
globo de helio de la ilusión, el gran pilar de mí ser, y la improvisación. Imaginé dioses y musas brillantes en mi
reino de Camelot, miles de hogueras de renovación en cada rincón del castillo y
un corazón suspirando en la noche profunda de una celda. Una habitación
tres mil veces visitada en el recuerdo y ahora esto: los paseos con el pecho
encogido y la piel de gallina. Parecía que el tiempo había glorificado los
cantos de sirenas que sentí, pero el sabor de aquel almíbar en mi boca se había
enrarecido, la última vez me supo a gloria. Me quedaba la melancolía de sentirme
un hombre libre que, simplemente, persigue su propio placer. Que sigue buscando
para temblar y relajar los músculos en una vibración orgásmica que es como un
salto al techo, como una erupción de burbujas que disuelven la conciencia. Qué
delicia de pérdida del ser, qué vertiginosa pirueta que te deja en reposo, limpia
y cristalina la cabeza. Durante segundos de levitación sólo placer y vértigo…
Quizás algún día en la caída me recoja el cariño de unos besos que murmuren ‘quédate’.
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