Qué poderosa era la imagen que estaba recibiendo de la
naturaleza: azul, verde y dorado enmarcando el sensual perfil de tu rostro. En
tus ojos descubrí, emocionado, el reflejo de la ilusión que estábamos sintiendo
por todo lo nuevo. Con la mirada quería decirte lo que no me atrevía a poner en
palabras ¿Porqué tenía que filtrar todo lo que el corazón me iba susurrando? Deseaba
hipnotizarte, pero era tu mirada la que me seducía. Deseaba que me lo pusieras fácil porque me impacientaba tu aproximación
intermitente. Quería preguntarte por qué jugabas con mi corazón si sólo deseabas
momentos aunque, pensándolo bien, me conformaba con el vértigo que sentía cuando
acelerabas el auto y gritabas que nos íbamos a comer el mundo. Como un rayo
quemábamos una autopista que cruzaba extensos campos dorados de trigo. El
viento formaba ondas en sus lomos como la marea dorada de un mar amarillo. Teníamos
que probar la caricia de sus brotes, planear como avionetas y peinar los rizos
de oro de aquella maravilla. Levantándome señalé el horizonte dorado y
aceleraste con locura sumergiéndonos profundo en el corazón del trigal. Saltamos
corriendo del coche. Iba siguiendo tu estela y te burlabas porque no podía
alcanzarte. No recordabas que estaba aprendiendo a volar y terminé derribándote.
Rodamos y forcejeamos, pero me dejé ganar. Te revolviste y me agarraste con
fuerza mis muñecas. Me presionaste con todo el peso de tu precioso cuerpo. No
sentía como un desafío tu furia sino mi placer, pues me gustaba tu presión y tu
respiración agitada sobre mis labios. Volví resistirme y descubrí con placer que
te encendía mi rebeldía, que te encendía que quisiera liberar mis manos para defenderme,
que te ponía a cien un ‘buen pulso’ al filo de un precipicio. Y luchando con
valor, bajo un fuego intenso en el mar amarillo, intenté vencerte con un beso pero
con tu lengua conseguiste desarmarme…
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