10/8/08

El carril libre

Al día siguiente siempre se ven las cosas con más optimismo, por lo menos yo, y piensas: Jajaja, sí, hoy va a ser el día de las oportunidades. Abro las cortinas y me tomo un zumo de naranja mirando al parque, qué lujo. En el banco de enfrente unos curritos se toman el bocadillo de las diez. Hacen muchos descansos estos obreros pero por lo menos trabajan y se ganan el deportivo con el sudor de su frente. Digo deportivo porque lo sé, una vez ví a uno de ellos, que por lo mañana estaba lleno de polvo, con los pantalones roídos y unas botas del año ochenta y cinco, y por la noche iba el tío todo chulo en su descapotable, impoluto, repeinado, con su camiseta de tirantes y sus gafas de sol de diseño, tatuados los brazos con caros dibujos. No se le resistirá ninguna, ole sus huevos. Y pienso: tenía que haberme puesto a trabajar como éstos a los quince años y haber pasado de estudiar. Pero como estoy contento me resigno, me ducho cantando la Traviata, cojo mi bici y salgo a la calle sin rumbo pero con la intención de perderme siguiendo la ruta del carril bici, qué gran invento. Si no resbalara tanto cuando llueve en otoño. Esta peligrosa senda es un buen remedio para romper los círculos de la rutina, esos trayectos fáciles que cómodamente interpretamos cada día por obligación o por miedo. Tienes una tarde libre para cruzar límites, te lanzas a pedalear sin rumbo, dispuesto a llegar no sabes dónde, guiándote por el capricho y conoces otra ciudad, otros rincones, te cruzas con gente sonriente, estimulas el deseo y haces un viaje estelar a otras galaxias. Luego cuando has vuelto a casa, aún no lo sabes pero estás mejor, la mente más limpia y has estado en lugares que no podrías haber imaginado cuando partiste... El carril te ha hecho más libre. ¿Y si has hecho el experimento de regalar sonrisas a los desconocidos?

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