El árbol del amor
y los eucaliptos de ochenta años me observaban mientras paseaba solitario, me
miraban como interrogándome qué quería de ellos y yo, como acarreaba una
melancólica soledad, les atribuía la misma capacidad de acompañarme en el paseo,
resaltando su naturaleza viva dedicada exclusivamente a mi presencia porque
estaba allí, visitándolos y admirando la belleza de sus balanceos y silbidos. La
luz del sol entregándome diamantes brillantes en el filo de las hojas, las
caídas en el suelo me entregaban su sonido seco al quebrarse bajo mis pies. El
viento se empeñaba en arrojarme ramilletes de hojas sobre mi cabeza, despertándome
de la ensoñación de mis pensamientos para darme cuenta de que dejaba un par de
sonoras huellas solitarias, para aceptar la cruda realidad de que seguía
caminando a solas a pesar del paso del tiempo y de las personas. Los pájaros de
mal agüero me recordaban que así lo había querido: ‘Nadie ha tenido la culpa más que tú por creer en los ángeles cupidos,
por creer en la magia del destino, por pensar que podía existir un molde de algo
que es completamente inmaterial. Con el sacrificio pendiente de cambiar ideales
por emociones lo único que puedes hacer es disfrutar del aire puro que llena de
oxígeno tus pulmones entre calada y calada, mientras la nicotina entra en
filamentos manchándolos de un poco de realidad’, escribí en la libreta con
una letra casi ilegible porque no quería que mis dudas ahogaran mi tenue e
intermitente creatividad. Paseando lentamente conseguía ralentizar los nervios
y apreciar mejor las sensaciones que recibía, así brotaban las ideas, así me
convencía, querido árbol del amor, de
que lo mejor que podía hacer era huir corriendo para acelerar el ritmo de la creación,
para que brotasen ideas desordenadas del inconsciente que alimentasen mi
espíritu creativo. ¿Para cuándo la seducción del blues, cuándo los deseos y
besos de las aventuras? ¿Cuándo el silbido de un susurro en la cercanía de mi
oído y no en tus lejanas hojas?
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