Otra vez huyendo de algo pero en movimiento,
habiendo cargado las pilas porque habíamos hecho el amor, y en esa conexión tan
profunda, me desplacé de mi centro carcelario, dejé de pensar en mí para
recorrer con los dedos tu brazo, sentir los tuyos acariciándome la cara y
poniéndome en órbita, tan velozmente como marcaba el cuentakilómetros del Cádillac. ¡Allá
vamos! Y entonces mi cabeza hizo crack, mientras conducías apoyaba los dedos
en el portátil, cerraba los ojos y me ponía a escribir automáticamente tratando
de no pensar, tratando de que las teclas no me frenasen. Los dedos se me iban,
salían palabras incomprensibles al principio, notaba que iba superando los
frenos según calentaba la imaginación. Los motores de mis dedos, que había
sentido al comenzar agarrotados se iban calentando. Imágenes borrosas, desenfocadas,
iban apareciendo dentro de mi cabeza, la música de la radio me alentaba a
aumentar el ritmo, otra vez un blues muy favorable para dejar de pensar. Las
paredes rocosas que se sucedían a nuestro alrededor se fundían y cambiaban de
color, de marrón a ocre, el color de las paredes de la habitación donde
habíamos hecho el amor por primera vez. Podía empezar a describir lo que había
sentido como un zumbido que partía desde muy adentro, no sabía muy bien de
dónde. Era un zumbido que se volvía estremecimiento intermitentemente, que me
daba calor y que apartaba las dudas que se arrinconaban perdidas por carecer de
significando. Esa vibración iba venciendo y rellenando el espacio que dejaban
los pensamientos que también se batían en retirada.
Y dentro de esa espiral de
altos y bajos que me drogaba y me nublaba la mente se mezclaba una corriente de
energía, que al principio identifiqué como extraña pero que supe que era tu
propio zumbido mezclándose con los latidos acelerados de mi corazón. Esa
pérdida de mi consciencia no era otra cosa que conocimiento de ti, de tu
esencia, de tu propia vibración que se acoplaba a mi ritmo como un coro a dos
voces y un baile de remolinos en el que tú me abrazabas, yo te alzaba y te
recogía. La música de una vieja orquesta movía nuestros cuerpos, y dábamos
pasos al son de un clarinete atravesando un gran salón de baile. Las luces de
las lámparas giraban sobre nuestras cabezas formando serpientes doradas y en un
redoble de tambor cambiamos de ritmo y un mareo dulce nos hizo creer que bailábamos
sobre nubes. No podíamos parar de suspirar y coger aire para sonreír y mirarnos
a dos centímetros sin ver nada más que un aura brillante que lo invadía todo, pero
de pronto todo empezó a diluirse porque te miré de reojo. Pude ver en tus ojos
reflejados un halo de melancolía y un telón pesado cubrió mi ensoñación.
Hubiera seguido bailando contigo acompañado de aquellas sensaciones pero por no
alejarme dejé al lado los recuerdos y me apoyé en tu hombro.
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