Me enseñaste a respirar, a levantar los brazos y tomar aire
para alcanzar las cadenas que cuelgan del cielo. Tu solemnidad, tu magia, me mostró
el verdadero camino de la seducción. Al principio metimos dentro de un armario
nuestra impaciencia y me pediste que no susurrara mi amor en tu oído, sino que nos
sentáramos enfrentados sobre la alfombra. Con voz clara dijiste que tenía que
estar a la altura de los pájaros que volaban en tu pecho y en tu mente. Sonreí.
Me miraste con seriedad suspirando. Levanté el pie del acelerador y por primera
vez me coloqué en segundo plano, aunque sintiera mis latidos golpear tu pecho y
el cielo de tu sonrisa. Fumamos de un mismo cigarro en silencio mirándonos
seriamente. Envolviendo en humo el mismo silencio, creando un ambiente que nos
retaba a dejarnos llevar como personas sin máscaras, sin artificios ni gestos.
Maravillosa experiencia tus labios seductores soplándome caladas desafiantes. Nuestro
deseo creciendo en intensidad, los nervios disolviéndose en una relajante
sintonía. Buscábamos la pureza de la espontaneidad al apartar todas las
imágenes que se nos pasara por la cabeza. Queríamos descubrir de dónde provenía
aquella irresistible atracción, cuál era la naturaleza de nuestro deseo, cuando
por carácter éramos unas personas discordantes. Difícil experimento dejar la
mente en blanco cara a cara, respirando pausadamente, sin cerrar los ojos, sin
sentir nada de nada. Ambos conseguimos una especie de nirvana mirándonos
profundamente, olvidándonos de todo desencuentro y reproche. Y sorprendentemente
nos dimos cuenta al mismo tiempo y dijimos: ‘te veo, te veo dentro de mí’. Entonces
me puse de rodillas, gateé hasta llegar a dos centímetros de ti, te besé y atrapaste
mis labios con tus labios, y fue como morder fruta fresca del paraíso. Juntamos
nuestras frentes, acariciándonos las caras, y te vi dentro de mi mente y me
dijiste que estaba dentro de ti. Podíamos sentirnos merodear en nuestros mundos
de estructuras difuminadas, provocando calor y vibración. Y de forma tan
natural nos descubrimos en el exterior desnudándonos mutuamente en un acto
reflejo. Sentimos entonces las caricias redobladas por un eco interno porque no
hay nada más placentero que una piel sin límites. Una piel flexible que se
modula con impulsos, con sabores, sensaciones y olores que nos hace alcanzar un
estado gaseoso. Y al respirar unidos nos transformamos en una nebulosa, una masa cósmica celeste que se funde en un solo movimiento giratorio, elevándonos sobre
la humanidad de la alfombra, el humo de los cigarrillos y la ropa revuelta.
Eagle nebule