Creo que cuando dejo de dudar aparecen mundos. Dejándolo
todo así, las tareas programadas en vilo, surgen otros mundos desconocidos que
merece la pena descubrir. Me entrego a la serenidad de apartar dudas, quién
sabe si se resuelven reflexionando o se complican aun más. Los deseos
transcienden cualquier obstáculo pero para dedicar canciones o hacer poética
del amor hace falta amar. Mientras tanto, imagino lo que podría sentir, qué
estaría en mi mano hacer. Potenciaría esa ilusión tonta adolescente que mi
madurez se ha empeñado es desterrar sin éxito. Soportaría la incógnita con el
mayor de los placeres sin pensar en una posible decepción, porque el que teme
piensa y pierde las chispeantes emociones de la espontaneidad. Ni por muy inseguro
que me sienta he de detenerme, porque nada depende de una primera impresión, porque
la química remonta indecisiones si vuelan mariposas en el estómago y confías.
Con todas las maravillas que quedan por descubrir no vacilaré, porque puede
terminar siendo un paseo reconfortante o puede que no termine y se convierta en
un viaje, en una aventura en la que contemplas, con los ojos húmedos, parajes
que antes no veías; mundos diferentes que no pensaba que estuvieran sucediendo
antes de derribar las fronteras. Y el mismo impulso pudiera haber sido por un
deseo, por una idea o porque tenía la certeza de que conducirme por el ingenio
de la ternura era consumir el tiempo de la mejor manera. Siempre puede quedar
el orgullo de saber que con tales piezas construyo puentes y caminos, energías
y despertares brillantes que me levanten de la cama sin suspiros. Merece la
pena confiar, ni por recuerdos bonitos ni por resolver preguntas, pues no hay
nada mejor que descubrir nuevos enigmas, no hay nada mejor que fortalecer la
curiosidad. Y así gana el gesto brillante de vivir inclinado hacia delante, de
andar con el pecho erguido y respirando coraje para viajar cruzando fronteras
hacia un mundo diferente.
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