Tu piel fue mi inspiración, cómo no, la que me llevó a la
persona que le torció el brazo a mi soledad. Conocerte me había hecho pasar del
agotador romanticismo teórico al movimiento del corazón y el alma como
supervivencia en la ciudad. Y de tu mano, por fin, mis pasos me hicieron
avanzar, después de tantas caminatas que siempre terminaron en el mismo punto. Te
encontré, en fin, cuando la búsqueda de afecto me consumía. De no ser por tu aparición
podría haberme quedado frío como una figura de bronce, insensible e inmóvil sobre
un pedestal en un parque bajo un árbol bicentenario. Al abrigo de sus ramas
espiando a tres damas rejuvenecidas por el loco canto del amor: el amor
ilusionado, la desilusión del amor perdido y la salvación del amor
reencontrado. La destrucción del último me había desgastado, me había
consumido, pero creía que volvía a sentir la melodía de una nueva seducción en
cada gesto que interpretabas para mí. La volvía a sentir como un aliento que se
despertaba con el roce de tus expresiones en mi corazón, con la melodía de tu
hablar refugiándose en mi alma. La cuestión eras tú y tu valentía al darle
vigor a cada paseo nocturno; tu melodía al caminar, si también al caminar. Con la
respuesta de tus pasos a los míos me hiciste erguirme y volver a respirar con
el pecho. Volver a levantar la vista del suelo para darme cuenta del brillo que
me había estado perdiendo. Pero, claro, nada comparable a la magia de tus ojos.
Tu piel me atrapó, pero tus ojos me conquistaron.
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