-Precioso cuerpo, cada detalle es bonito, me preguntaba como sería recorrer con la lengua todos tus rincones...
Jugaste con los caracolillos de mi pubis con entusiasmada atención. Después se desató en aquel bosquecillo un viscoso río de saliva y líquido dulzón. La radio ululaba un blues triste y melancólico y la luz se había tornado dorada pues cien rayas se filtraban por una persiana incompleta en aquel motel de carretera. Los sentidos a flor de piel, las campanillas del alma eran tocadas por la música.
Había que seguir sintiendo cómo volaban los ángeles gracias a los miles de filamentos rugosos de tu lengua; qué mierda me importaba el mundo en aquellos momentos, era lo que siempre había querido olvidarme de todo por aquellos intensos dibujos que hacías con la lengua. Líos de manos separando los pliegues para besar lo oculto y cantar el aleluyah. Me susurrabas al oído ‘siempre así, sigue así, sin pensar en nada, presente sólo en tus roces y las chispas que me despiertas; la luz azulada de la frialdad lejos de nosotros'.
Y yo asentía gimiendo. En aquel éxtasis de placentera siesta no existía dónde, cuándo, cómo ni por qué. Tan arrebatadoramente unidos y absortos en la faena estábamos que llegamos a la cima con el corazón acelerado y después del éxtasis terminamos despertando sobre la cama empapados de sudor. Otra vez estábamos allí, dos seres abrazados, ya no uno. Entonces llegaron los cantos de los grillos, habíamos perdido la noción del tiempo, la melodía de una trompeta que vibraba orgullosa en la radio nos devolvió al presente y al espacio animándonos a saltar de la cama para comernos medio mundo.
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