En fin, qué masaje, lo
necesitaba. Me metió los dedos en los músculos pero bien y aunque me dolía aguanté
como un machote, respirando profundamente y cerrando los ojos con fuerza. Era
como un dolor regenerador de todas las cargas que había acumulando en las
fibras, retorciéndolas y anudándolas, fraguándose como cemento armado lo que
antes era carne tierna.
Y sus dedos hacían pim pam pim pam, venga amasar y
apretar en las contracturas del cuello y los hombros para intentar disolverlas.
La verdad que muy pocas veces he bajado la guardia en una sesión de fisio pero
esta vez me sorprendió sentir un estremecimiento de placer cuando noté que
subía una pierna para apoyarse en la camilla y hacer más fuerza sobre mi
trapecio entumecido. Su calor corporal me arrastró. Ni que decir tiene que me
imaginé las líneas de su figura, pues estaba boca abajo con los ojos cerrados, y
la imaginación calenturienta me reveló que tenía un delicioso cuerpo debajo de
la bata.
Ese gesto de esfuerzo sobre mí me excitó y aunque me estaba haciendo
daño clavándome sus dedos hay dolores que son placenteros porque sabes que todo
es por sanación. Mi trapecio se reblandecía pero otra cosa iba tornándose
rígida y apretaba en la camilla. Debió apreciar mi turbación porque su tacto se
suavizó y sus dedos empezaron a transmitirme sensualidad, vibraciones que me
relajaban y me hacían ronronear como un gato satisfecho. Me dí la vuelta, la
toalla se abrió y nos fundimos tibiamente olvidándolo todo como un arroyo que
desborda una presa. Con sus caricias sanaron los pinchazos de mis músculos y
con la alegría de su lengua sanó mi espíritu. Así salí volando por la puerta
como un feliz globo de helio.
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