San Francisco. Junio 1997.
Vuelvo
a Frisco y, tras coger la máquina del tiempo y trasladarme unos años atrás y en
más de mil kilómetros, me veo paseando por Columbus street. Estoy un poco
sorprendido porque a pesar del miedo que llevo encima a lo desconocido he
decidido ponerme el mundo por montera y salir a la calle a investigar. En
ningún momento me he planteado quedarme en el hostal hippie Green Tortoise encerrado en la
habitación por miedo, pero desde luego no iré muy lejos; sólo dar unas vueltas
a la manzana, tomarme unas cervezas y no alejarme mucho porque sería como una
aventura demasiado fuerte adentrarme en la jungla de asfalto, que en esos
momentos para mí estaba llena de peligros, como delincuentes armados hasta los
dientes y asesinos en serie, fruto de tantos años tragando películas de acción.
Pues bien sí, mi amigo me había prometido que me iba a alojar en casa de la
abuela de su pareja en Reedwood City cuando llegara a Frisco, pero dado que habían
gastado demasiado en teléfono la pobre señora dijo que allí no entraba ‘a
fucking spanish more’.
Hace
frío en San Francisco, el asfalto de las calles está plateado y moteado por los
reflejos de colores de los neones gracias a una lluvia que no he visto. Las
luces son de los sex shops que pueblan las calles adyacentes que me llaman con
sus interiores inquietantes, pero no me decido a entrar porque me parece
demasiado y el miedo me hace pensar en robos y violaciones. Me sorprende que
todos los homeless (vagabundos sin techo)
que me encuentro me sonrían amablemente pero no consiguen ahuyentar mi miedo
sino alarmarme, y termino pensando que la calle podría ser muy dura si seguía
caminando y alejándome del hostal. Decido ir al bar que estaba al lado y
tomarme un par de pintas de la cerveza más espesa que había probado en mi vida.
Y como me animo tiemblo de emoción por todo lo que tenía por delante que vivir
cuando le echara cojones ¡Sí, joder, aquí está el sueño americano, prepárate! Pero
es la una de la madrugada y todos los lobos urbanos deben andar sueltos en
busca de sus presas.
Vuelvo
al hostal y me dirijo al salón comunitario. Todo muy hippie, cena gratis y
cervezas en la máquina, mmm. Hay tanta gente joven reunida de todas partes,
europeos, mejicanos, asiáticos… Algunos tocan la guitarra, borrachos y fumados.
Sí, fumados, porque hay una gran nube densa que cubre la atmósfera y un olor
a…hierba que coloca sin tener que dar caladas. El lenguaje y la timidez me
hacen sentir cohibido y solo observo manteniendo las distancias, pero como
estoy agotado y algo beodo decido sentarme en un sillón desfondado junto a
otros huéspedes. Entonces un joven chino comienza a hablarme, —un joven chino
hablando mal inglés a un joven andaluz hablando mal inglés—, y no lo puedo
entender bien pero nos comunicamos. Charlamos y gesticulamos, fumamos y todo se
va aclarando hasta que surge la conexión por la influencia de la cerveza y de la
hierba. En la nebulosa consigo entender que en China lo habían encerrado por
homosexual en una celda diminuta durante días y que se habría vuelto loco si no
hubiera sido por la meditación y por aquella extraña coreografía que me
interpretó al momento —luego supe que a aquello lo llamaban Tai Chi—. Afortunadamente
solo fue un arresto por escándalo público y tras salir a la calle comenzó a
planear la gran huida del país. Y todo había terminado allí.
Me
sentí feliz por él pero pensé que de alguna manera yo también estaba huyendo de
algo. Era muy tarde ya y el joven chino comenzaba a arrimarse demasiado con
ronroneos felinos, me excusé alegando que estaba borracho, fumado y cansado, —cosa
que era verdad— y me fui a acostarme a la habitación comunitaria, que olía a
queso amargo y sonaba como un ogro. Tardé en dormir pues en mi cabeza cansada
retumbaban los ecos de la danza del joven chino en una celda.